La lucha


Diseño: VdC.
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Por Juan Miguel Cruz Suárez. Lo ajeno no se toca, recalcaba mi vieja cada día, como si aquella máxima del comportamiento honrado pudiera correr algún riesgo de debilitarse ante las tentaciones de la vida. Nada podíamos llevar a Casa que no fuera nuestro, si antes no se justificaba plenamente un hallazgo o un regalo bien habido.

Robar era una palabra ofensiva y dura. Ser acusado de ladrón entre los muchachos del barrio era una ofensa terrible, que con toda seguridad conducía a una riña y a exaltados argumentos para demostrar la inocencia ante semejante insulto.

Cuando a mi abuela le robaron la Chiva (Carolina, un ejemplar caprino que nos alimentó de pequeños) un sentimiento colectivo de repulsa se expandió por el vecindario, después se supo la identidad del autor que para la fecha ya estaba tras las rejas por otros fachos similares que diezmaron la fauna doméstica por la zona. Su familia sintió vergüenza de las acciones del delincuente y trajeron hasta nuestra casa una chivita pequeña como gesto de desagravio.

Décadas después, hace ya poco tiempo, en una de mis visitas al terruño salió a relucir el tema de los hurtos y otras acciones similares. Había molestia en mucha gente porque algunos se empeñaban en no usar la palabra robo y sustituirla por “lucha”, así entonces el antiguo ratero que convirtió en chilindrón la chivita de abuela, era ahora nada más y nada menos que un “luchador”. El bodeguero de antaño repudiado en aquellos tiempos después de haber proclamado extraoficialmente que la libra solo tenía 14 onzas, ahora con seguridad habría recibido cuando más una tímida crítica ante “su noble lucha”.

Marcelo chicharrón, fue casi expulsado en su momento del gremio barrial que se encargaba de vender bocaditos de carne de puerco asado en los Carnavales, al ser descubierto mezclando porciones de dos pobres gatos con las masas del mamífero nacional; sin embargo, ahora es “Maestro de Lucha” y no precisamente grecorromana o libre, sencillamente el tipo apadrina a tres o cuatro timbiricheros que hacen y deshacen a costa del más tradicional de los sandwich cubanos.

Incluso Josefina, ha tildado de “esforzada luchadora” a Mercedes (conocida por FARMACUBA dada su disponibilidad de medicamentos que vende ilegalmente) a pesar de que terminó ingresada en urgencias del policlínico, después de intoxicarse bebiendo un líquido dulce que la susodicha le aseguró era el preciado Novatropín.

Lamentablemente contra esas y otras “luchas” la lucha es dura y no se ganará el combate mientras el rechazo social ante toda manifestación de robo no se afiance y otra vez se ponga de moda aquel adagio martiano que bien clara deja las cosas: La pobreza pasa: lo que no pasa es la deshonra que con pretexto de la pobreza suelen echar los hombres sobre sí.

4 comentarios sobre “La lucha

  1. Eso es lo malo que «la lucha » se ha instalado como normal y hacer normal lo mal hecho repercute en los valores nuestros de las generaciones futuras. Pero la pregunta del millón… quien le pone el cascabel al gato? Si los únicos que atrapan a los bandidos son los de «tras la huella» ?
    Igualmente tengo esperanzas que cambie la cosa antes de sea tarde.

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  2. Los «luchadores» comenzaron a campear en nuestro escenario con la llegada de los noventa y el período especial, que nos sumió a todos en una desesperada lucha por sobrevivir y salir adelante con la Revolución. Lamentablemente, en el esfuerzo muchos torcieron el camino para siempre, pues ya es casi imposible (si no lo es ya) que retornen al buen camino de la honradez y la laboriosidad de nuestros abuelos.
    Entonces era natural que una persona «luchara» en el trabajo lo que podía revender en el mercado «negro» o «subterráneo» (ni es de ese color ni está bajo tierra, sino a la vista de todos) para sacar ganancias y «salir alante».
    No estoy seguro que fue entonces, pero ya nadie llamó robo o hurto a estas acciones, sino «lucha» en el argot callejero o «desvío de recursos» en términos oficiales.
    Si un directivo o funcionario corrupto cometía un hecho de malversación y se embolsillaba varios miles o millones de pesos y a la vista de todos comenzaba a cambiar su estilo de vida: un buen almendrón, casa ampliada y con abundantes efectos electrodomésticos «de afuera», visitas asiduas a las carpitas y restaurantes… entonces ese directivo o funcionario no era un vulgar ladrón y su familia no sentía vergüenza ni pena del hecho, a pesar que disfrutaba a plenitud los resultados de la acción antisocial, hasta que la Fiscalía mandaba a parar. Entonces, el comentario generalizado era «cogieron a fulano», «oye, lo tronaron», «¡ñó, le decomisaron tó!…
    Cabe entonces preguntarse: ¿Cómo pudo una persona perderse de esa manera? ¿Cómo un trabajador que alcanzó un cargo de responsabilidad en base a talento y esfuerzo torció su rumbo? ¿La necesidad justifica el delito? ¿Por qué evitar llamar las cosas por su nombre? ¿Quién introdujo términos como «apropiación indebida», «desvío de recurso», «faltantes» y otros que suenan musical, pero esconden la verdad detrás de la palabra que mejor describía el hecho: ROBO, HURTO.
    Con la actualización del modelo económico cubano hay que actualizar también el español, llamar las cosas por lo que son, que el ladrón sienta en la piel el desprecio de sus semejantes por sus acciones. Que la familia sienta vergüenza por tener un ladrón y delincuente entre ellos (eso no quiere decir que se margine a nadie ni que se tomen represalias) pero hay que levantar un muro de dignidad y vergüenza frente a vividores, ladrones y cuatreros que siempre existieron en la humanidad.
    El enfrentamiento entonces no puede ser solo tarea de la policía o el MININT. Es de todos: los trabajadores, los clientes, los proveedores, las personas, aunque nos «busquemos un problema» (esa es la justificación mas socorrida para no hacer nada y que los truhanes sigan haciendo cosecha).
    La indolencia nos convierte a todos en cómplices del robo. Donde hay personas de respeto y honestas rara vez se cuela un farsante. La transigencia nos convierte en cómplices del delito. Donde se «le da al mulo los cuatro palos cuando se cae», rara vez alguien se atreve a «meter la mano». La impunidad nos convierte en cómplices y víctimas. Si al que se apropia de recursos que el Estado destina a la producción o los servicios, si el dependiente adultera la mercancía o la pesa, y el colectivo le «canta las cuarenta» la primera vez y lo expulsa si persevera en la maldad, entonces es difícil que el delito se hospede en nuestra sociedad y nuestras mentes eternamente. Hay problemas, escacés, dificultades, pero no por ello debemos dejar que un grupo de vulgares ladrones nos hagan la vida más difícil para ellos disfrutar a costa de nuestro sacrificio.

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